4.15.2011

Creando humanidad y sociedad. Diálogo con Antanas Mockus sobre el papel del maestro en nuestra sociedad

Autor: William Mejía Botero



















Antanas Mockus Sivickas (AM): Sí, lo recuerdo. Hoy mismo me atropellan los dos profesores que eran más libres: un francés y un colombiano, ambos profesores de literatura. Recuerdo también uno descendiente de franceses pied noir, que vivían en África. Una vez, a la salida del salón, nos esperó a mi mejor amigo y a mí, se sentó a mi lado, con las manos temblando y angustiado, pues debía señalarnos que nos habíamos copiado. Vi su impresión, como una especie de combinación entre vergüenza y dolor, porque su alumno -pues yo era el me­jor estudiante en matemáticas-, dejó copiar o propició la copia. Para él era una herida muy grande, un poco como lo que pasa en la familia cuando uno no quiere hacer sufrir a los padres.

Recuerdo a la profesora de religión, Lucía. Una vez, mientras nos contaba una de esas historias de incrédulos que van en una barca que se va ha hundir y que en medio de una tormenta empiezan a rezar, el curso empezó a abuchearla. Yo empecé a llorar en solidaridad con ella.

También recuerdo al profesor Pulido, que me dio cadenazos en las piernas. Yo estaba en pantalón corto, delante del curso. Pero también fue la persona que el día de mí primera comunión me regaló un libro con una dedicatoria que decía: "Para el día más lindo de tu vida". 

Me faltaba mencionar dos de los profesores más importantes, que se convirtieron luego en amigos: los profesores de filosofía de quinto y sexto de bachillerato: uno era lingüista y el otro sociólogo. Ambos enseñaron en universidades colombianas. El lingüista terminó siendo la persona en el mundo que más lenguas indígenas colombianas conoce y dirigió por cerca de 20 años el Centro de Lenguas Indígenas de la Universidad de los Andes. El sociólogo fue miembro de Amnistía Internacional e hizo trabajo sobre las condiciones de los indígenas y de los campesinos en Guatemala. Ellos eran personas jóvenes, que tenían tal vez 5 ó 6 años más que yo, que me criaron muy bellamente como su interlocutor, no tanto en clase, como fuera de clase. Ahí fue cuando ayudé a traducir textos de un curso sobre la "Tercera crítica de Kant" y también textos de sociólogos de la educación, como Bourdieu y Pas­seron, que luego fueron publicados. Me impresionó la generosidad y la fe que estas personas tenían en mí, pues impacta mucho que personas de 22 ó 23 años lo consideren a uno interlocutor cuando tiene sólo 17 años.

Entonces, en este recorrido, mues­tro que estoy en deuda con profesores muy distintos, algunos perfectos o casi perfectos, otros más ambivalentes, con macanas problemáticas, pero en general, aún esos, algo aportaron.
Usted ha mencionado algunos rasgos de profesores que tuvo. Desde su experiencia, ¿cuáles considera que deberían ser las características principales de un docente?
AM: Yo aprendí mucho del profe­sor Carlo Federici. Una primera característica es que uno debe ser justo en las apreciaciones, ser justo en las palabras. El uso del lenguaje es una oportunidad tremenda para ser justo o injusto; es muy fácil exagerar, es muy fácil adjetivar. Para mí, la influencia de él y del grupo Federici fue impactante, en el sentido de que si usted quiere criticar algo, si a usted le parece que algo es como no debe ser, mejor escriba.

Eso es todo un descubrimiento, entre otras cosas, porque al tener que escribir la crítica, uno tiene que fundamentarla, tiene que autorregularse en la adjetivación.

Recuerdo que hicimos unas críticas precisas, puntuales, a las políticas educativas del Ministerio de Educación. La manera de presentarlas para mí era un ejercicio de responsabilidad, de contención y de mesura; había que pensar la idea completa, pero creo que eso fue muy útil porque nuestros textos tuvieron efectos. Y hasta donde hemos verificado, nunca generaron odio, no descalificamos a las personas en su conjunto, ni sus opciones o sus decisiones.

Otra característica tiene que ver con hacer preguntas. Un aspecto que me gustaba de trabajar con Fe­derici era que cuando nos reunía­mos alguien comentaba un artículo de prensa o algo que había dicho el decano, cosas del nivel de la narrativa más cotidiana, y Federici, en 2 ó 3 preguntas, volvía esa conversación un tema filosófico, es decir, develaba una pregunta académica general de relevancia permanente, que se podía plantear a raíz de ese hecho casual y menor. Gracias a ello nunca nos quedábamos atrapados en la precariedad de la circunstancia, en los elementos chiquitos de polarización o de fobia. Íbamos hacia la pregunta que había detrás, de fondo. Y cuando él lograba asociar eso de fondo con una pregunta interesante, hacía un chasquido, no recuerdo exactamente el sonido, pero tenía un sonido típico como de saborearse, como de quien relame algo sabroso, para expresar que ya estaba en el territorio en el cual quisiera vivir siempre.

Tuve profesores muy corajudos en su crítica a mis preocupaciones pedagógicas. En el primer semestre en que enseñé, senté adelante a los alumnos que usualmente se sientan atrás y trasteé atrás a los que suelen ubicarse en las primeras filas, con el argumento de que me necesitaban más los que iban más colgados y que yo debía refrenar la tendencia de los profesores de mirar las caras de los que entienden mejor y verse así mismos. Hay estudios sobre eso: los profesores de matemáticas miran más a los hombres en clase que a las mujeres y eso termina influyendo en las diferencias, por resultado, de género.

Dentro del grupo Federici éramos capaces de gastarnos, a veces, 10 minutos discutiendo una coma. Nunca se hacían concesiones, por cansancio o por salir del tema. Se argumentaba, incluso sobre la coma, sobre los distintos sentidos. Para mí fue todo un re-aprendizaje. Lo que hacía el grupo de investigación era básicamente leer, escribir y discutir sobre lo escrito, pues intentábamos hacer un trabajo en compañía de los maestros.
Para usted, que ha venido trabajando la educación de la ciudadanía, ¿qué papel cumplen profesoras y profesores en la formación de los estudiantes como ciudadanos?
AM: Ahí es donde el micro mundo del colegio y del aula representan, digamos, como un modelito de la sociedad en materia de derechos, de reglas imparciales, de procedimientos.

Recuerdo que cuando estaba en grado décimo, el colegio organizó un paseo a Paz del Río. Yo estaba enamorado de una muchacha. En el bus me senté a su lado y le hice como un chan­taje afectivo. Y sucedió algo absurdo: mucho más adelante, en un momento, el bus paró. Ella se bajó y yo me bajé como a desfogar mis emociones corriendo, pero con tan mala suerte que caí en un charco. Entonces, todo embarrado, decidí que no podía parar y corrí y corrí como tres horas. Llegué a un municipio, que después vine a saber que se llamaba Siachoque. Después me di cuenta de que había salido de Tunja y que en ese momento no sabía donde estaba. Llamé a Bogotá, al colegio, y como 4 ó 5 horas después llegó el profesor en el bus del colegio y me recogió. El hombre dedicó las tres horas del viaje de regreso a Bogotá a escucharme, a tranquilizarme, a explicarme cosas, solidario como nunca pude imaginar a nadie. Y en medio de la conversación me dijo: "voy a tener que pedir una sanción para usted: dos días de expulsión". Y dicho y hecho. Lo impresionante es que fui sancionado con tal grado de amor que no hubo espacio para considerar injusta la sanción. Esto he podido contarlo en cárceles, deseándole a la gente que fuera castigada con la misma, no condescendencia, porque ahí hubo firmeza, sino con el mismo modo, con el mismo cariño.

Hubo también cosas que uno llamaría, muy típicamente, pre-Constitución de 1991. Tenía una compañera de clase, llamada Patricia, que un día desapareció, literalmente. Nunca la volví a ver en la vida. Como dos semanas después de que no volvió a clases al Liceo se regó el rumor de que estaba embarazada, como si tuviera una peste. Años después, con la nueva Constitución colombiana, vi una tutela y me alegró que regresaran una alumna a un colegio distinto al que estudié. Y como 10 años después me invitaron a dar el discurso de grado del Liceo Francés: la graduanda más aplaudida desfilaba con su niñita, de 4 ó 5 años, delante de todo el auditorio. En este caso puede verse que el mismo colegio ha mostrado dos comportamientos ciudadanos supremamente distintos; en un aspecto en el que el colegio había sido muy arbitrario, se ve un cambio significativo.

Cuando estaba en el colegio por alguna razón nunca me había tocado izar bandera, aunque fui uno de los mejores alumnos por un tiempo. Cuando, por fin, en quinto de bachillerato me correspondió izar la bandera, escribí un discurso corto, muy simple: insulté a la bandera. Todo el mundo se quedó callado, en silencio total. Luego insulté a la gente por haber dejado insultar a la bandera. Nadie reaccionó. Fue mi reacción a la actitud de los primeros viernes, de desgreño y descuido de la bandera y de la misa. La mayoría de mis compañeros era de familias relativamente ricas, que miraban con desprecio la izada de bandera y la misa.

Cuando estábamos en primaria se formó un grupo racista en el Liceo Francés, con pelados que conseguían cascos alemanes, armas, banderas nazis. En mi curso había un tercio de judíos, que eran perseguidos por estos nazis. Michel y yo nos declaramos aliados y estuvimos varias veces peleando y protegiendo al grupo de los judíos. Éramos muy peladitos, estábamos en tercero de primaria o una cosa así. Menciono estas cosas porque en ese micro mundo colegial hubo san­ciones para los hechos indebidos. Creo que en Colombia a veces hay unos excesos de condescendencia bajo la reconciliación, bajo el perdón. De algún modo, en el ambiente del Liceo Francés, los que cometíamos faltas pagábamos un costo, pero no era un costo mecánicamente aplicado o aplicado con sangre, sino una sanción que era optimizada pedagógicamente y que dejaba moralejas en los sancionados y en los no sancionados.
Usted menciona la lectura y la escritura. ¿Considera que nuestros docentes son lectores, son escritores?
AM: Yo creo que hay mucha va­riación, es decir, hay maestros muy permeados por la tradición escrita, maestros a los que los libros les han cambiado no una, sino varias veces la vida. A mí un libro de Elster me cambió el paradigma; el libro de Thomas Kuhn,La estructura de las revoluciones científicas, me cambió la mirada; también lo hizo el libro de Lakatus sobre la matemática. Y Bourdieu, sobre la configuración sociológica del lector. En mi casa no compraban muebles, nos sentábamos sobre cajas de madera, pero compraban libros. Digamos, entonces, que para algunos educadores los libros son claves. A Carlos Augusto Hernández usted se lo encuentra en una cafetería y casi siempre está sacando libros de la mochila y contagiando a la gente con la cita que acaba de leer, o sea, que lee para compartir. Yo creo que hay maestros que permanecen en una relación viva con la tradición escrita, mientras que hay otros en los cuales la relación con lo escrito se marchita un poco.

Alguna vez con los maestros de Ubaté hicimos una recolección de usos de la escritura en unas veredas. Hice entonces una exposición de los hallazgos en un salón comunal y era impresionante: listas de mercado, excusas para cuando el niño no va a clase -pero si iba el hermanito mayor, entonces era él quien escribía las excusas y no los papás-. Hay que ver que toda la relación de la gente con el Estado está mediada por escribientes, abogados, tinterillos, como los quiera llamar, pues la gente no confía en que ella misma puede dirigir una carta al alcalde.

En 1984 ó 1985 leímos el texto de la pragmática de Habermas, es uno de los ensayos preparativos de la teoría de la acción comunicativa, y eso nos abrió luces sobre cómo es la conver­sación educativa. Habíamos criticado la asimilación de la educación a la pro­ducción industrial, pero ¿y sí no es eso -nosdecían los maestros con toda la razón-, entonces qué es la educación? Terminamos diciendo que es una con­versación, es el acceso a una tradición que se caracteriza por una conversa­ción con argumentos, apoyada en la acción escrita y orientada a una rela­ción reflexiva con la acción. Entonces la tradición escrita queda incluida den­tro de la caracterización de la cultura académica y estas ideas se trasmiten de persona a persona, como el Sida, pero a diferencia del Sida se necesita un contacto prolongado.

Por otro lado, en nuestro grupo Federici nos preguntábamos por nuestro último criterio de validación. Nos decían: ¿cómo saben ustedes que lo queescriben es válido? La respuesta era la aceptación y la recepción de los maestros. Si escribes bajo las condiciones del trabajo académico y tu texto tiene acogida en un grupo de maestros, algo estás captando. Pero es curioso, porque en términos de rigor académico el ser leído no es un criterio último de verdad. Puede haber lecturas de moda y dejan de ser atractivas al poco tiempo.

Carlos Augusto dedicó como cuatro años de su vida a entrenar a 5 ó 6 maestros de primaria para que escribieran en la revista Educación y Cultura, de FECODE. Para mí era una construcción indispensable para que la revista de los maestros pudiera reclamar el título de revista de los maestros. Estos maestros rompieron la barrera.
En cierto sentido, es un poco duro decirlo, sólo un maestro que escribe puede tener con el estudiante la garantía de que sabe enseñar a leer y escribir. Puede ser que exagere un poco. Yo trabajé mucho el concepto de cultura académica y nunca lo siste­maticé. Escribí sobre fósiles vivientes y anfibios culturales. Los fósiles vivientes se refieren a la deuda de cada uno de nosotros con Platón, que escribió sobre una figura tan extraña como Sócrates -que no escribe, pero que da para escribir mucho-. Pero puede ha­ber maestros que no escriban; recientemente murió Ramón Pérez Mantilla, que escribía muy poco y era muy buen maestro. Es una tristeza que no haya escrito, pero algunos de los profesores que acceden a escribir ayudan a construir un enorme respeto por la labor de la escritura.
Hay textos clásicos sobre lo imperativa que se vuelve la escritura frente a la vida; quien escribe auténticamente, empieza a vivir o a producir materia prima para vivir, y los demás ángulos para mirar su vida, su producción o su reflexión se vuelven secundarios frente a la noción de escribir.
¿Qué tan válido considera usted mirarse con respecto a otros, conocer los resultados de la enseñanza, por ejemplo desde pruebas internacionales como PISA, TIMSS O PIRLS?
AM: En un momento leí un artícu­lo de un sociólogo norteamericano llamado El efecto corrupto de los indicadores. La tesis era ilustrada con la masacre de My Lai en Vietnam: todo un proceso del ejército norteamericano bajo Nixon. En esa época, la policía cogía y resolvía los casos más fáciles, porque el indicador era el porcentaje de casos resueltos. En Vietnam se introdujo la idea de que la importancia no estaba en las bajas reportadas subjetivamente por los soldados, sino las bajas contadas en el campo de batalla. Y por este error de interpretación se asesinaron, se masacraron ancianos y niños, porque eran cuerpos que podían contarse. Entonces, digamos que hay un riesgo en estas pruebas por las que usted me pregunta.
Así pasa con las pruebas ICFES: algunos colegios presionan a los alumnos de último año de bachillerato, casi que los torturan literalmente, con un sobreentrenamiento en las pruebas. Pero basta con que les expliquen en una o dos horas cómo esta hecha la prueba y les den 2 ó 3 consejos básicos. Pero que en el último año del colegio la mitad del tiempo se dedique al entrenamiento para las pruebas, es un efecto no bueno.
Lo que está detrás de esto es que el Estado claudicó en la intención de definir el día a día de la escuela, es decir, el Estado pareciera que estuviera diciendo: "haz lo que quieras en el aula, pero yo te espero en la salida del colegio, con la prueba".

A mí me gusta que se hayan generado las pruebas de competencias ciudadanas, aunque las veo muy influidas por la psicología y muy poco influidas por la filosofía del derecho o por la sociología del derecho. Ser ciudadano implica manejar tensiones entre normas legales y normas culturales, y el desarrollo moral sí debe entrar en juego, pero en un contexto donde hay leyes y normas sociales, pues en Colombia hay una gran cantidad de gente que tiene las cosas morales claras, pero que se dejan llevar hacia la ilegalidad por la norma social.

Yo creo que las pruebas sirven, pero no hay que sacrificar todo en el altar de las pruebas. Cierta comparación internacional ayuda a que los gobiernos y los empresarios tomen algunas decisiones. Y no es malo compararnos con otros, pero sin darle tanta importancia a las cifras.

Yo recuerdo una escuela en una comuna de Medellín que atendía ni­ños desplazados, donde la urgencia era restablecer la confianza en el otro, la capacidad de juego. Pero si evalúan esta escuela en matemáticas, en ciencias, la masacran, y la prueba evaluativa no revela el milagro que puede estar produciéndose allí en la construcción de convivencia y de otros aspectos. Entonces, siempre hay que mirar también con otros lentes.
¿Qué recomendación final quisiera hacerle a las y los docentes colombianos?
AM: Hay algo que le he aprendido a Elster: "la sola misión de conocernos geográficamente, es enorme socialmente".

En segundo lugar, yo pensaba que la sociedad colombiana creía poco en los maestros, pero es todo lo contrario: se cree muchísimo en ellos. En Cali hay cuatro veces más confianza en un maestro que en un juez, lo que obviamente obliga a trabajar en el tema del juez. En muchos conflictos morales la persona con la cual el niño resuelve las deficiencias morales de su entorno más inmediato es el maestro. Mi hija mayor me tuvo, como padre, menos tiempo de lo que hubiera sido justo con ella, pero sus profesores no sólo miraron en ella la imagen del padre, sino que la cuidaron, la educaron bien. Ello me da varias pistas que hablan bien de los maestros en Colombia frente a la crisis del modelo machista.

Por otra parte, está mi aspiración a que las maestras y maestros ayuden a tabuizar la destrucción de seres humanos: cada vez que se mata a una persona son miles de horas de mamá, de papá y de trabajo de maestro las que se destruyen. Hay que valorar las nuevas formas de autoridad que usan maestros y maestras y valorar lo irrepetible, lo único de las personas, lo irremplazable de las personas. Valorar la vida y volver tabú la muerte es una tarea pedagógica prioritaria. Cada vez que muere alguien por violencia, toda la sociedad, todos los que ayudan a enseñar, a formar, deberían protestar. Se esta despilfarrando su obra; algo que fue difícil poner en marcha queda truncado. La tarea por excelencia en Colombia es la tabuización del homicidio, es prohibir radicalmente el homicidio. 

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