Doris Erbacher
Peter Paul Kubitz
Doris Erbacher y Peter Paul Kubitz : El Museo Judío se encuentra no muy lejos del centro de Berlín, no muy lejos de la estación de trenes Anhalter. ¿En su proyecto del museo están consideradas las imágenes del Berlín en ruinas, del Berlín de 1945? ¿Son ellas parte de los antecedentes de su trabajo? ¿Son quizás esas imágenes una parte conceptual más de las bases con las que usted trabaja? Daniel Libeskind: Ellas no son una base para mi trabajo. Pero seguro que es el Berlín en ruinas el acontecimiento decisivo en la historia de la ciudad. Hasta hoy en día ha cambiado totalmente el aspecto y el carácter de Berlín. Quien trabaja aquí, no lo puede ignorar. De alguna manera cada uno debe enfrentarse con esa increíble destrucción y también con lo que ésta significa para el futuro. Pero la verdadera pregunta es: ¿Cómo se relaciona uno con las ruinas, cómo se relaciona uno con la historia? ¿Simplemente se eliminan? ¿Se olvidan o se tratan de una manera más constructiva, porque forman parte de la memoria, del recuerdo de la ciudad? El Museo Judío se encuentra en un lugar caleidoscópico, resultado de las múltiples historias de Berlín. Ahí hay un edificio barroco del siglo XVIII, los fragmentos del siglo XIX, el mercado de flores y el edificio de Erich Mendelsohn de los años veinte; están los nuevos condominios de los años sesenta y los proyectos de la exposición internacional de arquitectura de los años setenta. ¡Dónde si no aquí se muestra la historia de Berlín en toda su variedad y pluralidad! Uno debería intentar integrar las distintas líneas de la memoria en la totalidad de la ciudad, de tejerlas adentro. Del mismo modo como también las formas arquitectónicas urbanas existentes. Una ciudad no es algo pobre, es rica y compleja. No está dominada por ideas unidimensionales, es el resultado de muchas imaginaciones, de mucha gente, de muchas historias. Y precisamente esto me interesa: no se debe simplemente olvidar ni eliminar estos contextos, no se debe tratar a la ciudad como “una tabula rasa” o desde la nada hacer lo que el arquitecto quiere en este mundo. Uno debería estar consciente de las distintas corrientes subterráneas que llevan consigo los despojos del discurso humano.
D.E. y P.P.K.: Seguramente Berlín no es una tabula rasa, pero la ciudad se distingue significativamente de otras metrópolis.
D.L.: La calidad particular que uno encuentra aquí se debe a que la memoria y la historia de esta ciudad son tan sustanciales que también alguien que casi no sabe nada del Berlín de los años veinte o de 1890 tiene la tentación de mirar a través de los espacios vacíos e imaginarse cómo todo esto se vio alguna vez: esta ciudad que uno solamente conoce a través de libros, películas, de cuentos e imágenes históricas. Lo particular de Berlín es su misterio y su carisma. En este sentido Berlín todavía funciona, a pesar de que los espacios públicos habrán cambiado dejando la memoria atrás. Para mí Berlín es más interesante que cualquier otra ciudad. Llegué aquí por una razón especial: quería construir el Museo Judío. Precisamente porque Berlín fue el centro por antonomasia de la destrucción, y también por eso el centro de la transformación de nuestro mundo en lo que hoy respresenta. El mundo moderno está hoy en día unido de manera inseparable al nombre de Berlín.
D.E. y P.P.K.: Si usted ve así a Berlín, ¿cómo relaciona lo estético con lo político?
D.L.: La arquitectura es parte de la política, parte de la ciudad. Es un acto político. Ser arquitecto no significa estar sentado en el estudio y dejar jugar su imaginación. La arquitectura es profundamente un acto político, puesto que surge con el discurso, en el acuerdo democrático de lo que es mejor para los ciudadanos. Uno debería estar siempre consciente de esto: una ciudad no se construye de piedras, vidrio y concreto. Es lo que es a partir de la gente que vive aquí. Su verdadera sustancia son los ciudadanos, no sus muros ni sus plazas. Si usted me pregunta por la dimensión política de la arquitectura, entonces le contesto: ¡La arquitectura siempre fue política! Porque cada muro, cada ventana, cada plaza tiene que ver con el hombre, con el cómo él ve las cosas, cómo se recuerda, cómo se imagina su futuro. P.P.K.: ¿Qué significa para usted un museo? ¿Para usted los museos son algo así como iglesias secularizadas o templos para una sociedad atea?
D.L.: Los museos son muy importantes para todo el mundo. No se construyen para dar un techo a colecciones particulares o programas determinados. A través de sus museos la ciudades se autorregeneran. En todo el mundo existe una competencia en la construcción de museos, en América, Japón, Europa, porque los museos representan hoy un discurso público, porque son una atracción pública. Sin duda, los museos actualmente también se encargan –además de otras funciones– de comprometer a los ciudadanos, dar un lugar a sus anhelos, sus sentimientos y visiones. D.E. y P.P.K.: ¿Qué diferencia vería usted en la función de los museos de fines del siglo XX en comparación con los de fines del siglo XIX?
D.L.: En el siglo XIX los museos existían para una élite, para la burguesía, para gente que tenía el dinero y el tiempo para vivir una vida lujosa. Hoy, en cambio, los museos representan una fuerte necesidad por una participación pública. Pienso que hoy existe el derecho de un museo para todo el mundo, porque el museo ya no es un lugar para que alguien se deje llevar por sus sueños. Es un lugar de educación, en el cual uno aprende nuevas habilidades, habilidades con las cuales uno puede percibir el mundo de una nueva manera. El museo como lugar elitista ya terminó, y los museos que ahora están al alcance de todos definen en grandes proporciones imágenes de las ciudades futuras. Un buen museo se distingue porque sigue influenciando la conciencia del visitante aún bastante tiempo después de que se haya terminado la visita. Perdura como imagen, que no puede llenar con sus sueños, análisis y pensamientos. Seguramente un museo cumple con más tareas que las obvias, que luego podemos discutir con nuestras medidas objetivas. Pero lo mismo vale para una arquitectura buena, en cualquier lugar. También ella es algo que uno persigue, en el buen sentido de la palabra. Una buena arquitectura nos abre espacios, invita a la especulación y a pensar nuevas formas de existencia.
EL “ANEXO I”
D.L.: “Anexo” es una palabra muy interesante, en el fondo se trata de una “extensión” y no solamente de un anexo: “edificio de extensión” significa la extensión de la historia de Berlín y la historia de los judíos. Claro que eso es más que la extensión de un edificio, es la extensión de una idea y de un programa. Se trata de cómo asumir la herencia judía sobre el abismo que dejaron los asesinos de los judíos europeos en esta ciudad, en este país. Así que este problema de “un edificio de extensión” no se acaba con la construcción de un puente de vidrio o concreto, que une el edificio barroco del antiguo Museo de Berlín con el Museo Judío. La solución de este trabajo exige una reflexión y una ejecución. Finalmente, la arquitectura está basada en cosas prosaicas. Hay que poner cimientos, construir casas, diseñar espacios conforme con su función específica. Pero el “edificio de extensión” incluye más que la pura referencia al espacio y a metros cuadrados: representa una nueva relación entre la antigua historia barroca de Berlín y el significado de esta historia para el Berlín de hoy, pero también una nueva relación con una historia que está fracturada y que casi es imposible de unir con un todo. ¿Cómo se puede relacionar la herencia asombrosa del Berlín barroco con sus judíos, su Ilustración, sus
ideas extremadamente modernas, que sin duda cambiaron al mundo, cómo se puede combinar todo ese vacío? Y con este abismo espiritual, ¿qué resulta de la misma historia? Se trata, en fin, de una contradicción. ¡Todo un desafío!
P.P.K.: ¿Qué relación tiene usted con E.T.A. Hoffmann, qué asociación existe entre él y el Museo Judío?
D.L.: Creo que todos lo leímos alguna vez. Yo siempre lo estimé, y quedé totalmente asombrado cuando descubrí directamente, al principio de mi trabajo, que él trabajaba como jurista en el antiguo colegio –el edificio viejo– y también que él vivía (no muy lejos) al norte del museo. Cuando empecé a desarrollar un concepto para el museo, busqué personas especiales. Conceptos abstractos como el de espacio y tiempo, o el de la vida, no me
interesaban mucho, pero sí la gente. No solamente E.T.A. Hoffmann, sino todos estos berlineses “invisibles”, todos aquellos que ya no están aquí y que, sin embargo, representan la ciudad. De alguna manera son parte del “aire berlinés”, del aliento histórico que determina la ciudad.
P.P.K.: ¿Quiénes son sus contemporáneos espirituales y artísticos?
D.L.: Contemporáneos no solamente son los miembros de una generación. Uno puede ser contemporáneo de personas o pensamientos que existían hace ya cien, doscientos, mil o cinco mil años. No creo en el progreso de la historia, seguro que no. Si uno hiciera un corte longitudinal del tiempo encontraría pares espirituales: por ejemplo E.T.A. Hoffmann, Rahed Varnhagen y todas esas figuras lejanas que nos son muy cercanas en su manera de pensar. ¿Quiénes podrían ser?, ¿qué libro debemos leer, qué documentos investigar? Muchas veces he pensado que si la gente leyera la Biblia, probablemente estaría informada sobre lo que pasa en el mundo de la misma manera que si leyera el último análisis de la economía mundial.
P.P.K.: El Museo Judío posee signos topográficos con indicaciones biográficas que forman una matriz...
D.L.: Yo utilicé muchos medios para estructurar el museo. No importó solamente adaptar el edificio a su entorno citadino, crear espacios y adaptarlos a sus funciones, más bien importó extenderlos hacia la ciudad. Esta orientación ya no es tan obvia porque la ciudad cambió tanto, especialmente con la destrucción de Berlín que comenzó en 1933 y se extendió hasta el fin de la catástrofe total. Así construí mi museo basándome en direcciones, por ejemplo en conexiones que existían entre berlineses y judíos que vivían en los alrededores de la Lindenstrasse, atravesando esas líneas que hoy ya casi no son perceptibles porque la ciudad cambió. Intenté materializar la matriz de las conexiones –que hoy nos pueden parecer irracionales, pero que se hacen visibles y comprensibles en las relaciones humanas–, en la estructura del edificio. De la misma manera, por supuesto, nombres y direcciones que pertenecían a estos doscientos mil judíos berlineses que hoy ya no están aquí –para reconstruir una parte de esta textura berlinesa que fue tan exitosa en la economía, en las artes, en el terreno intelectual, profesional y cultural. Y luego también utilicé medios arquitectónicos, por ejemplo un texto de Walter Benjamin, El sentido único, no como metáfora, no como inspiración para la construcción de una casa. Al contrario. Quería crear un edificio que en el momento en que uno lo usa abre un texto que nos conduce hacia otras direcciones y perspectivas. Éstas llevan a los sesenta lugares representados en la estrella de David quebrada que tanto en el texto como en el edificio del Museo Judío dejan traslucir su carácter apocalíptico. De una manera parecida me metí en la obra inconclusa de Arnold Schoenberg, Moisés y Aarón, de forma muy pragmática: el intervalo, que crea el no sonido de la música después de la ruptura en el segundo acto, no se puede seguir musicalmente, pero en el espacio vacío, en arquitectura, claro que puede existir. Ésos son los medios del pensamiento que organizan la geometría del edificio.
P.P.K.: Descríbanos un poco más esta obra tan importante para usted, y sobre todo la ruptura en Moisés y Aarón.
D.L.: Como ustedes saben, Arnold Schoenberg era un judío integrado que trabajó como profesor de música aquí, muy cerca del Museo de Berlín. Cuando cambiaron los tiempos le informaron que ya era indeseable. Se fue al exilio. Tuvo que salir de Berlín a pesar de ser uno de los más famosos compositores y, para mí, pensadores del siglo XX. Su obra Moisés y Aarón fue creada más o menos en este tiempo, y no por casualidad, aquí en Kreuzberg, en el centro de Berlín. Él escuchó este sonido; su música es, bajo todo punto de vista, parte de este sonido. El sonido se interrumpe, y lo que se interrumpe, claro, es el diálogo entre Moisés y Aarón. Aarón es quien defendió al pueblo, un maestro de verdades sencillas, que quiere respuestas sencillas y claras, y Moisés, aquel que apenas podía comprobar la ausencia de la palabra que Dios dio o que hubiera debido dar. Así, al final de esta interrupción está el llamado a través de la palabra. Y lo que es interesante musicalmente:
en esta ópera ya no se canta. Ésta es, hasta donde yo sé, su última obra –aunque, por supuesto, todavía escribió otras, ésta representa de una manera definitiva el fin. Solamente hay una voz, la orquesta toca una sola nota, sesenta instrumentos tocan una nota y luego permanecen en silencio. La voz llama, pero no cantando, invoca a la palabra, a la verdad de esta palabra ausente. Creo que esto no es solamente la experiencia musical más conmovedora del siglo XX, inalcanzable, insuperable, sino que también tiene una dimensión arquitectónica. Una dimensión topográfica que fue creada por la destrucción devastadora de la humanidad. Pienso que aquí estamos entrando en un campo desconocido. Somos la caravana de pioneros del siglo XX, en el cual pasaron todos estos acontecimientos. ¿Qué pasará en el futuro? ¿Qué es el mundo hoy que no había sido antes?
P.P.K.: ¿Es la ruptura, el silencio, el fin de la música de Schoenberg?
D.L.: El fin está más allá del silencio. Porque el silencio siempre se refiere al sonido. Ésa fue una ruptura definitiva. Aunque Schoenberg había escrito el libreto para el tercer acto, ya no lo musicalizó. Eso no es coincidencia. No es que se le acabaran las ideas, porque más tarde siguió componiendo; él llegó a este callejón sin salida donde la música ya no tiene relación con el sonido. Y ahí tampoco hay silencio, solamente un tipo de continuidad en otra dimensión enigmática. Y ésta es resonante cuando uno la escucha. Es resonante en otras voces de la música contemporánea que retomaron este aspecto de lo microscópico, de los elementos sonoros suaves, de la debilidad del sonido, de la suavidad del silencio. La música posterior a Schoenberg, por ejemplo los fragmentos de Luigi Nono, casi no se oye, puesto que ahí todo depende de una imaginación fortalecida en una resonancia imaginaria intensificada de la fe que tiene el silencio. Yo creo que ésos son los temas de la música y de la arquitectura modernas.
P.P.K.: Void es un término central en su arquitectura. ¿Cómo se podría traducir?
D.L.: Algunos amigos me dijeron que se podría traducir al alemán como Die Leere (el vacío). Void no es un medio técnico, por lo menos yo nunca lo pensé así. Void es un espacio al que uno entra en el museo, un espacio que organiza el museo, pero que no forma parte realmente del museo. No tiene calefacción ni aire acondicionado. No es realmente una sala. Es otra cosa que sí tiene mucho que ver con las salas de exposiciones –y al mismo tiempo con el espacio de Berlín porque, en el fondo, void se refiere a lo que nunca puede estar exhibido, tratándose de la historia del Berlín judío, porque de esto no queda nada más que cenizas. Por eso no hay nada más en los void que estas paredes. Y esta línea de luz blanca que atraviesa Berlín, y que une la Oranienstrasse 1, el departamento de Paul Celan, con el sueño del poeta, y que se dirige a la tectónica de Berlín en el Berlín del mañana. Ésa es para mí la línea de Berlín: vulnerable, decidida y al mismo tiempo enigmática. Por eso el vacío no es sinónimo abstracto de la negación.
P.P.K.: ¿Y voided void (el vacío del vacío)?
D.L.: Voided void es un término muy técnico para retomar este vacío y materializarlo en un edificio. Queríamos tomar este vacío y duplicarlo, y que así esté doblemente vacío en el museo, pero en un espacio que llegó a su final, porque se trata de un espacio en el cual una exposición no es realmente posible. Voided void, la torre del Holocausto, como ahora se llama en el Museo Judío, es este espacio que de alguna manera termina la historia, esta historia vieja de Berlín. Empieza con los Progroms y los reglamentos antisemitas que no comenzaron en 1933, sino que son mucho más antiguos. Pero a partir de 1933 ya no se pueden negar y son lamentablemente irrevocables. Desde la quema de libros, de pinturas (tema de exposición en el museo) y hasta la cremación de personas –quienes están representadas sólo con sus nombres en el librorecuerdo a las víctimas del Holocausto: no es en realidad lo que yo quiero decir con voided void. Se trata de la nada de la nada. Como espacio, el Void que corta el edificio es simplemente un espejo de este vacío interno del edificio con sus sesenta estaciones de Walter Benjamin que se distribuyen por la topografía de presencia y ausencia.
Extracto de la entrevista de Doris Erbacher y Peter Paul Kubitz a Daniel Libeskind, publicada en el libro Jüdisches Museum Berlin, Verlag der Kunst, Dresden, 1999.
Traducción de Marcelo Gauchat.
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