4.21.2010

No sé si te amo o te aborrezco

Ideele Nº 198
by Rocío Silva Santisteban 


En la novela de Enrique Bernales Los territorios ocupados, el escenario es una Lima futurista y sin sentido, donde nada funciona bien excepto el tren eléctrico. La ironía es cruel, obvio, pero en la novela el tren llega con una puntualidad finlandesa a cada una de las estaciones: ni un minuto más, ni un minuto menos. Esa fantasía, junto con el mapa —también ligeramente cruel— de Camila Bustamante hecho a la medida de un tren eléctrico funcionando al tope, con cientos de estaciones, líneas entrelazadas, paraderos que se vinculan bajo tierra, y tramos que nos llevarían de La Punta a Chaclacayo en 25 minutos, es uno de mis sueños de opio sobre la Lima que quiero para mis nietos.

No pido que sea ordenada, porque toda megalópolis luce como parte de su encanto cierto caos urbano, pero sí que tenga maneras de llevar a los limeños de un lado a otro en mucho menos tiempo de lo que se demoran ahora. Magdalena Prieto Cruz, que trabaja a destajo por casi el salario mínimo, tuvo que renunciar a su trabajo en La Molina porque desde Carabayllo se demoraba cinco horas. No exagero: ¡cinco horas! Conozco muchas mujeres que se levantan antes del alba para dejar el almuerzo preparado y disponerse a cruzar la ciudad de lado a lado, en combi, cúster o bus —si tienen suerte— y poder llegar al trabajo a la hora; y al regreso, con las justas se desmayan sobre la cama porque ya es hora de volverse a dormir. Quiero una Lima que nos garantice “calidad de vida” pero a la manera del buen vivir que asumen ecuatorianos y bolivianos con transporte garantizado para poder leer en él, distraernos, pasar rápido el tiempo y no dejar de lado la dignidad y la humanidad.

Quiero una ciudad con espacios para todos: para los niños, que tengan harto verde, juegos y lugares recreativos, parques y canchitas donde jugar con tranquilidad y seguridad, para evitar que un imbécil pase borracho a las nueve de la mañana y los atropelle como ha sucedido con mi vecinito, Hernán, basquetbolista nato, que ahora, a los 14 años, está en una silla de ruedas perdiendo un año de colegio por sus terapias de rehabilitación, luego de estar mes y medio en el Hospital Almenara en coma.

Quiero una ciudad donde podamos tener acceso a todos los servicios de salud con solo asistir a un hospital, que haya ambulancias en óptimo estado discurriendo por el lado izquierdo mientras los demás choferes las dejan pasar; una ciudad donde no existan las combis, donde todo chofer respete y se respete a sí mismo, donde se detenga un auto para que pase un peatón en lugar de tocarle la bocina para que se apure; una ciudad donde los choferes pisen el freno y no el acelerador ante una luz ámbar; una ciudad que haya desterrado para siempre la coima chicha del policía misio que te detiene y se corrompe, y tú lo corrompes, por dos lucas china.

Quisiera una ciudad autogestionada, donde las clases medias y altas aprendan de las clases populares a organizarse vecinalmente; donde se pueda percibir que la gente ama la ciudad a pesar del cielo permanentemente encapotado; una ciudad llena de colores en las fachadas de sus casas y edificios; con parques cuidados y llenos de flores que a su vez reciban a los enamorados y a los amantes; una ciudad sin rejas en las casas, sin rejas en las veredas, sin rejas que separen al resto: donde la democracia no sea apenas una palabra absurda. Una ciudad que cuide sus periferias, que construya carreteras y pistas que no lleven como nombre incoherente el de Pista Nueva cuando envejecen desproporcionadamente; una ciudad donde se vea la distribución de la riqueza en escuelas de calidad, hospitales implementados, servicios de agua, luz, teléfono, televisión digital e Internet en la mayoría de los hogares por sus precios asequibles (y en ocasiones, en determinadas zonas fronterizas de pobreza, servicios subvencionados).

Una ciudad donde se pueda transitar en bicicletas o en eco-taxis, una especie de bajai pero sin motor, con un robusto chofer de buenas piernas para que pueda trasladar a la señora que hace el mercado con sus bolsas; una ciudad que pueda organizar festivales de rock y cumbia y huaino para los jóvenes, con cientos de hectáreas para que los ancianos practiquen el tai-chi o cualquier otro tipo de ejercicio de meditación y relajación; y museos públicos como el Centro Pompidou, para que cualquier afiliado —gratuitamente— pueda entrar, tomar un cd y escuchar con sus audífonos la música que le dé la gana, mientras lee el periódico o un libro de Arguedas o contempla un lienzo de Szyszlo.

Por último, una ciudad con bibliotecas tan grandes y surtidas como la de Nueva York, con cientos de millones de libros, revistas, discos, películas, cds y computadoras de última generación, todos de acceso a todos los públicos, y salas inmunizadas al ruido, para que nuestros estudiantes, escolares o universitarios, o nuestros jóvenes ambulantes o trabajadoras del hogar, puedan entrar y chequear libremente en sus estantes abiertos y luego sacar veinte libros de un solo porrazo para llevárselos a su casa.

Y sobre todo, una ciudad que sepa mirar al mar cuando cae la tarde. 

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