Hace tres semanas, Julio Cotler advirtió el que sería uno de los mayores peligros si una de las candidaturas prosperara: “Temo mucho por la incorporación de la religión en la vida política, que puede distorsionar y agudizar mucho más las contradicciones que se dan en el país”, dijo entonces: “Estoy convencido de que el proyecto franco-católico-opus-dei-militar es bastante sólido.
Ese va a ser un capitalismo bien reaccionario”. Y remató diciendo: “No se puede hacer un gobierno fujimorista sin un Montesinos. Si es que no existe ese personaje, lo que vamos a tener es a Rafael Rey de primer ministro, absolviendo a los militares, imponiendo la religión católica como la única que se puede practicar en el país”.
Las cercanías entre una de las candidaturas con el cardenal Cipriani no son para nadie un secreto ni una novedad. Al incluir a Rafael Rey en la plancha presidencial, el fujimorismo tendió un puente de oro al primado, que cruzó con devoción, perdiendo por completo la neutralidad y hasta el decoro durante la campaña. Con su actuar de los meses recientes, agudizado en los últimos días, tanto él como Rey han confirmado los oscuros vaticinios de Cotler, y nos han regalado un anticipo de lo que se vendría: un gobierno donde la necesaria separación entre Estado e Iglesia pasará al olvido, y muchas de las políticas nacionales serán dictadas a partir de un dogma único e incontestable. Una teocracia.
Solo alguien que identifica de esta manera religión con poder político es capaz de emplear el púlpito de la Catedral para el proselitismo, aunque prefiera callar que lo hace por el mismo partido que en los 90 no dudó en mutilar a cientos de miles de mujeres entre las más humildes, esterilizándolas contra su voluntad (o lo que es lo mismo, como dijo esta semana Rafael Rey reafirmando que las sutilezas no son su fuerte: “sin su voluntad”). Por si la alianza no fuera bastante explícita, Cipriani publicó el jueves un comunicado, donde criticaba la mención de este tema durante la campaña presidencial, con “el único afán de buscar votos”, lo que en su opinión “rompe el juego limpio que requiere la democracia peruana”.
¿Qué pretende ahora el Cardenal? ¿Que las críticas por una barbaridad como esta se hagan en voz baja, con discretas reconvenciones como las que él, en su columna “Los irrenunciables Derechos Humanos”, confesó haber hecho a Alberto Fujimori en su momento, cuando estalló el escándalo? Estoy convencido de que sí, pero supongo que el Cardenal piensa distinto. ¿Tendrá conciencia de la cadena de desatinos que arrastra, y algún día será capaz de una autocrítica? ¿Habrá notado que con cada declaración su credibilidad se devalúa aun más? Me temo que no, y ese es uno de los grandes riesgos de las teocracias: sus gobernantes se sienten infalibles. ¿Cómo podrían estar equivocados, si son enviados de Dios?
Raul Tola
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