Ing. Kuroiwa CISMID UNI
El trágico terremoto de Haití debería hacer temblar también al Perú. ¿No está Lima sobre la zona sísmica más delicada de Sudamérica? El sismólogo Julio Kuroiwa cree que el 15 de agosto del 2007 tuvimos suerte.
“¿Y si el movimiento sísmico se hubiese dado a las 2 a.m.? ¿Y si la onda primaria hubiera coincidido con la onda secundaria, casi como sucedió en Puerto Príncipe? No habríamos tenido esos valiosos segundos para salir de casa”, sentencia Kuroiwa, equiparándonos así con la golpeada Haití que sobrevive a merced de la falla de Motagua.
Para el renombrado ingeniero civil las construcciones en Puerto Príncipe adolecieron de falta de columnas de refuerzo. “En el terremoto de 1970 muchas casas cayeron por la misma razón en Chimbote”, precisa el experto. “El adobe del centro de Lima solo ha durado porque está sobre un buen terreno”, argumenta en referencia al piso aluvional que absorbe y reduce impactos como una esponja. No es el caso de La Molina, por ejemplo, donde el terreno arenoso podría convertir en trampa mortal un gran edificio. Otro problema son los terrenos húmedos y fangosos. “La zona de los Pantanos de Villa tuvo grietas a raíz del terremoto del 15 de agosto del 2007”, asegura el sismólogo. Aquel aún cercano sismo de 7.9 en la escala de Richter destruyó 20 mil casas solo en Pisco y 85 mil en toda la región (que incluía Cañete, Ica y Huancavelica). La mayoría de ellas hechas en adobe y sin vigas collar ni columnas de refuerzo que descansen sobre un buen suelo. Un suelo seco, según Defensa Civil, es uno de esos requisitos básicos que se le suman a la ya recordada lista de seguridad: protegerse en umbrales de puerta, escritorios, intersecciones de columnas con vigas, mesas y patios; mantener puertas y ventanas de fácil apertura; y, sobre todo, mantener la calma.
Pero aún el mejor de los materiales podría sucumbir ante el sismo de la corrupción. Una construcción defectuosa, por ejemplo. O una edificación que no respete la zonificación por pisos (como sucede en Barranco, al lado de la casa Dasso, donde la ley permite 5 pisos (14 metros) pero se construyen 9). O un mal constructor que es nuevamente premiado con una licencia (como sucedió en Las Casuarinas). Habría que desestimar locuras arquitectónicas con vistas privilegiadas en las laderas de los cerros y los barrancos de la ciudad. Prueba de que la belleza citadina no debería vulnerar las leyes de zonificación es la ciudad de París, que lleva más de tres décadas exigiendo no más de 37 metros de alto. Además, la verticalización salvaje y la corrupción que campea en torno a las licencias de construcción hace casi imposible identificar a los miembros de las comisiones que autorizan las licencias, enturbiando un proceso que debería ser transparente.
La Verticalización Como Riesgo
A nivel macro, es el Estado quien debería replicar los buenos proyectos. Modelos como el plan Ciudades Sostenibles del propio Kuroiwa (ejemplo antisísmico aplicado en El Pinar, Huaraz) o la renovación del Rastro de San Francisco (a cargo de Emilima y Prolima, quienes también están remodelando el Teatro Municipal). La inversión en destugurización y renovación urbana, sobre todo en el casco histórico, es ya una realidad en ciudades como Cartagena y Quito. Más que un servicio social es un caso de seguridad nacional.
La historia no miente. La espantosa frecuencia con que la capital limeña ha sido sacudida por sismos de seria magnitud es abrumadora: 1940, 1966, 1970, 1974. A las 22:30 del 28 de octubre de 1746, un movimiento telúrico de 8.4 grados en la escala de Richter remeció la ciudad. En el puerto del Callao solo 200 escaparon de una ola de aproximadamente 17 metros que habría matado, según los historiadores, a casi 5 mil personas. El virrey de entonces, José Antonio Manso de Velasco, asumió el reto de reconstruir prácticamente toda la capital (incluyendo, por ejemplo, la Catedral de Lima). Para 1748, el título nobiliario de Conde de Superunda (Conde de Sobre las olas) coronó la recuperación citadina. Pero el país solo estaba dando la primera de sus muchas batallas. Las magnitudes de los varios sismos nacionales (8.5 en 1868, 8.2 en 1940, 7.9 en 1970, 8.0 en 1974) nos recuerdan la fragilidad que acompaña la riqueza de nuestras costas, acaso las más peligrosas de Sudamérica en cuanto a sismos se refiere.
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